lunes, 15 de febrero de 2016

El viaje de Martín

Martín no había dormido bien esa noche. Generalmente se quedaba profundo a los pocos minutos de recostarse —a menos que algo le causara ansiedad—. Y el problema radicaba en que nada, nada lo hacia sentirse más ansioso, que la víspera de un viaje.

Y no era que los viajes le suponieran una gran responsabilidad. En todos los casos, Jorge, el mayordomo, coordinaba la logística y lo ayudaba a prepararse; Rosa, su ama de llaves, se encargaba de alistar su equipaje y de cuidar su fino paladar; mientras que Héctor, su chófer, lo llevaba puerta a puerta hacia su destino, y de regreso a casa. Por lo tanto, la labor de Martín en cada una de esas travesías, se limitaba únicamente a hacer acto de presencia y a socializar.

¿Por qué los viajes le causaban ansiedad entonces?

Porque para él, cada traslado —por más breve o temporal que fuera— representaba un cambio, y Martín era un personaje de costumbres. Detestaba salir de su casa, y las multitudes lo hacían sentir incómodo. Aparte, le daba igual que la gente lo tildara de ermitaño. Pero sabía que era su deber asistir a esas visitas como señor de la casa.

En noches como aquellas, todo lo desvelaba. Cada vez que cerraba los ojos, las luces de los vehículos, que cruzaban raudos por la calle frente a su habitación, entraban por la ventana y causaban juegos de sombras que lo desconcentraban. No importaba si dormía boca arriba, de bruces contra su cama, o incluso de costado —dándole la espalda al rosetón—, ya que de cualquier forma, los resplandores recorrían la pared y el techo casi de extremo a extremo. Por otro lado, si intentaba meter la cabeza bajo la almohada, se sentía asfixiado y tampoco podía conciliar el sueño. Hubiera podido cambiarse de cuarto, pero ya había probado otros lugares de la casa y no estaba dispuesto a reubicarse de nuevo. Ese sitio tenía la temperatura y el espacio perfecto, y ya hablábamos que a Martín le disgustaba salir de la rutina. Así que esa noche, la pasó dormitando de manera intermitente.

En la mañana, su mayordomo entró al cuarto a levantarlo, y lo encontró despierto.

Me da la impresión que el señor no pudo descansar anoche —dijo Jorge, solemne—. Podría apostar que es por lo del viaje. ¿Estoy en lo correcto?

Martín no contestó, pero parpadeó con ojos cansados.

—Veo que tengo razón. Si no es impertinencia serle sincero, Señor, a mi tampoco me emociona salir de la casa. Pero qué se le va a hacer... —Jorge suspiró, y luego movió la cabeza, como espantando las ideas que se le venían a la mente—. ¿Desea que le traiga ya su desayuno?

Martín hizo un ligero ademán de aprobación con la cabeza.

En un momento se lo hago llegar, Señor.

Martín se aprestó a tomar el desayuno en su habitación, como todos los días, e hizo venir a Rosa. Al igual que Jorge, Rosa no se encontraba muy emocionada con los eventos del día.

Le preparé su plato favorito, Señor. Procure no comer muy rápido, ya sabe que le da indigestión cuando no lo hace con calma…

Si Martín escuchaba a una persona, era a Rosa. Ella había sido prácticamente su nana, y ahora, ya teniendo ambos varios años a cuestas, la quería como un hijo querría a su madre, siendo este un sentimiento recíproco. Así que Martín desayunó siguiendo sus instrucciones al pie de la letra, y terminó sin prisa.

Después de que recogieron los trastes, Martín se preparó para partir. Jorge lo ayudó a subir al auto y luego se sentó al lado del chófer, mientras Rosa los veía desde el pórtico. De repente ella rompió en llanto, y se metió dentro de la casa. Martín no entendió lo que pasaba, y volteó a mirar a Jorge, pidiéndole explicaciones.

Despreocúpese, Señor. Ya usted sabe que Rosa suele emocionarse más de la cuenta.

Se pusieron en marcha, y Martín notó que su chófer manejaba con rostro lúgubre. Sí, en efecto, Héctor era un hombre de pocas palabras, pero ese día su actitud era un poco más sombría que de costumbre. Martín no le dio importancia. De todas formas, aunque lo apreciaba a su manera, siempre había asociado a Héctor con salir de su casa —y con algunas otras cosas que le disgustaban—, y eso había creado una barrera entre ellos desde el principio. El recorrido transcurrió en silencio —con excepción de un par de instrucciones que Jorge le dio a Héctor.

Martín llegó a su destino. Por lo general, las clínicas le traían sentimientos encontrados. Odiaba el olor a desinfectante, a medicamentos, a enfermedad. Pero tenía claro que siempre salía mejor que como entraba, y esperaba que esta vez ocurriera igual. 

Recorrieron un pasillo lleno de luces fluorescentes. Eran tantas, que Martín se sorprendió al no ver sombras. Incluso la suya era casi imperceptible. Finalmente llegaron al consultorio, y se encontraron con un doctor de mirada amable. El tapabocas no le permitía reconocer sus facciones, pero su perfume se le hacía familiar. Eso lo hizo sentirse algo más cómodo. Martín entró con Jorge, mientras que Héctor se quedó fuera.

Ya en el consultorio, el doctor cruzó algunas palabras con el mayordomo, y luego ayudaron a Martín a recostarse en la camilla. La inyección que le aplicaron sólo le hizo sentir un ligero pinchazo. Nada que no hubiera sentido antes. Lo que si notó, fue que la ansiedad que había experimentado durante toda esa semana, se le calmaba de pronto. Había funcionado.

Martín tuvo una buena vida, Don Jorge. Normalmente estas razas no pasan de los 10 años, y aquí nuestro amigo llegó a los 12 —dijo el veterinario con serenidad.

Tiene razón, Doctor —contestó Jorge, mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo—. Creo que el animalito disfrutó su vida. Al fin y al cabo, Martín siempre fue el señor de la casa.